miércoles, 28 de marzo de 2007

Comentario a Letter to the Duke of Norfolk (II)

1. Los antecedentes lejanos: las relaciones Iglesia-Estado en la Edad Media[1]

Al juzgar las relaciones Iglesia-Estado hay que tener en cuenta cómo en el mundo medieval, a causa de la evolución histórica y de la idea filosófico-teológica sobre la cristiandad unida (concebida como ecclesia universalis), la Iglesia y el Estado estaban estrechamente enlazados. Partiendo de la reflexión de que la sociedad más elevada es aquella que persigue el fin más elevado, se empleó para determinar las relaciones entre ambos poderes la comparación del oro y el plomo o del sol y la luna (a diferencia del Estado, la Iglesia pretende el bien sobrenatural y eterno, y por tanto su fin es también superior). Ya en los padres de la Iglesia, entre otros Gregorio Nacianceno y Juan Crisóstomo, se encuentra la comparación del alma y el cuerpo o del cielo y la tierra. Con esto se postulaba ade­más una superioridad fundamental de la Igle­sia sobre el Estado. En la lucha de las investiduras Gregorio VII no sólo com­batió por la libertad de la Iglesia (libertas ecclesiae), sino también por la supremacía de la Iglesia dentro del corpus christianum, que abarcaba la Iglesia y el Estado. Partiendo de aquí el camino nos conduce, pasando por Inocencia III e Inocencio IV, hasta Bonifa­cio VIII y la bula Unam sanctam (­1302). Ésta ve en el papa la fuente del poder estatal, pero no ignora la diversidad general de la Iglesia y del Estado. También la teoría hierocrática afirmaba la existencia de un poder jurisdiccional autónomo del Estado y subrayaba la obligación del papa de entregar la espada temporal; una inter­vención del papa se consideraba permitida sólo ratione peccati, es decir, si se trataba de la salvación de las almas. Pero como co­rrespondía al papa determinar por sí solo cuándo se daba tal caso, la fórmula ratione peccati podía sancionar prácticamente toda intervención pontificia en el plano político.
Tomás de Aquino vio en el Estado una institución de derecho natural, que por lo mismo pertenece al orden de la naturaleza, y en la Iglesia una institución del orden de la revelación y de la gracia. En su doc­trina del Estado unió las ideas bíblico-agus­tinianas con la doctrina política de Aristóte­les, y subrayó el origen divino de ambos poderes: «Las dos potestades, la espiritual y la temporal, proceden de Dios. Por ello la autoridad temporal está bajo la espiritual en el sentido de que se halla subordinada a Dios, concretamente en las cosas que afectan a la salvación del alma; de ahí que en estos asuntos se deba obedecer más al poder espi­ritual que al temporal. Pero en aquellas co­sas que afectan al bienestar social, se debe obedecer más al poder temporal que al es­piritual» (II Sent. d. 44 q. 2 a. 3 ad 4). De acuerdo con la concepción aristotélica, deter­minada por la idea del fin, también el Aquinate afirmó la superioridad del poder espi­ritual, aunque esta superioridad no debe entenderse absolutamente, sino en el sentido de que el poder estatal está sometido al eclesiástico sólo cuando entran de por medio los intereses y exigencias del fin sobrenatu­ral, que es la vida eterna; pero en su propio terreno la autoridad estatal posee amplia autonomía. En santo Tomás se advierte ya una diferenciación cada vez más precisa de la idea de fin, que después había de hallar su continuación especialmente en Belarmino y que resultó decisiva para el des­arrollo de la doctrina acerca de la potestas ecclesiae indirecta in temporalibus.
[1] Para este apartado como para el siguiente cf. MIKAT, P., Iglesia y Estado en RAHNER,K- ALFARO,J., Sacramentum Mundi (III), Barcelona, 1984, p. 727-731.

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